Extracto del Texto "A vueltas con los Libros Plúmbeos de Granada. Nuevas reflexiones y alguna conclusión Manuel Barrios Aguilera Universidad de Granada" 
...El 18 de marzo de 1588, día del arcángel San Gabriel, unos peones
que trabajaban en el derribo de la Torre Vieja, conocida como Turpiana,
de la antigua mezquita principal, que estorbaba para la construcción de la tercera nave de la catedral granadina, hallaron entre los escombros
una caja de plomo, betunada y de escaso tamaño, que encerraba varios
objetos: un lienzo triangular, mitad de uno cuadrangular, una tablita con
la imagen de la Virgen María en traje de “egipciana”, un hueso y un
pergamino enrollado y doblado, escrito en árabe, castellano, latín y con
letras griegas. Este último era el más interesante de lo hallado, y causó
enseguida una gran conmoción pública, pues contenía una profecía del
evangelista San Juan sobre el fin de los tiempos, que había traído San
Cecilio —del que se daban noticias concretas por vez primera—, quien la
había recibido, junto con los otros objetos, de San Dionisio Areopagita a
su paso por Atenas, y que había mantenido oculta el presbítero Patricio.
En peregrina profecía se anunciaba la venida de Mahoma en forma de
oscuras tinieblas, en el siglo VII , y la irrupción de Lutero, en forma de dragón, en el siglo XVI , quien dividiría la cristiandad en sectas; todo rubricado con la firma de San Cecilio.
El día 23, cinco días después del hallazgo, se dieron los primeros pasos
para su calificación, que produjo sus frutos con la reunión de una Junta
Magna —se dice que participó en ella San Juan de la Cruz—, que el
día 5 de abril pronunció, sobre las traducciones ya realizadas, un primer
dictamen favorable. El 24 de mayo muere el arzobispo Juan Méndez
de Salvatierra, prudente y cauteloso, lo que ocasionó la suspensión del proceso. Por presión del cabildo granadino, el 3 de octubre se emitió un breve por el papa Sixto V en que se recomendaba reabrir los trámites para
la calificación. Entre tanto accede a la prelatura granadina don Pedro de Castro, quien haciendo uso de prudencia, que será poco duradera, detiene el proceso (1591). Pronto los hallazgos turpianos despertaron razonables
dudas por la actitud reticente de algunos expertos y la variedad de los
contenidos de las traducciones. Eran voces, más o menos abiertamente
críticas, de personajes tan prestigiosos como Juan Bautista Pérez, obispo
de Segorbe, Juan de Horozco y Covarrubias, arcediano de Cuéllar, el
gran polígrafo Benito Arias Montano, su discípulo el memorialista Pedro
de Valencia..., y Luis del Mármol Carvajal, cronista de la guerra de las Alpujarras, primero que desvía sospechas hacia el morisco Alonso del Castillo. Pero la semilla estaba echada: la religiosidad de los granadinos
se inclinaba por el prodigio, parecía necesitar de él.
Este primer hallazgo no es más que el prólogo de lo que seguiría. Se
inserta en el ambiente de exaltada religiosidad y de credulidad, común
a toda la geografía hispana, pero también en la exuberante imaginación popular, predispuesta al hallazgo de tesoros, más atractivos cuanto más misteriosos. Por sus circunstancias históricas, Granada era la tierra más abonada, donde el imaginario popular contaba con los mejores alimentos, casi nueve siglos musulmana tras su pasado romano. Por ello, no debe extrañar que el hallazgo turpiano se hubiera instalado tan firmemente en ese imaginario popular que de alguna forma anhelaba su continuación. Ésta llegó apenas siete años después, cuando unos buscadores de tesoros, guiados por un libro de “recetas” —nada extraños en la época—, encontraron el anhelado bien, el “tesoro”, tras tres meses de búsqueda. El paraje, la colina de Valparaíso; el lugar, unas cuevas abandonadas de ruinas antiguas; la fecha, el 21 de febrero de 1595. Este primer hallazgo: unas láminas de plomo escritas en un alfabeto extraño (caracteres “salomónicos”, es decir, árabe distorsionado para fingir antigüedad) y latín referentes a un San Mesitón, mártir. Se intensifican las labores de búsqueda y sucesivamente van apareciendo otras láminas con noticias referentes a San Hiscio y San Tesifón y sus respectivos discípulos; el 30 de abril la referente al martirio de San Cecilio, primer obispo de Ilíberis, y de sus discípulos Septentrio y Patricio. Junto a las láminas, huesos y cenizas de los mártires, inmediatamente elevadas a la categoría de “reliquias venerables” por el calor popular. Los mártires “ilipulitanos” se fijan en doce, número místico: Cecilio, Tesifón, Mesitón, Hiscio, Septentrio, Patricio, Turilo, Panuncio, Maronio, Centulio, Maximino y Lupario. Según las láminas, Cecilio y Tesifón, naturales de Arabia, que se habían llamado respectivamente Ibn al-Radi y Ibn Attar, fueron curados milagrosamente por Jesucristo, de su sordomudez y ceguera respectivas, quien les impuso los nuevos nombres. Su labor de escritores de los plúmbeos corroboraba no sólo su propia vida sino la venida de Santiago el Mayor a España. Entre abril de 1595 y mayo de 1599, aparecen un total de 22 conjuntos de láminas de plomo (de forma circular, de un tamaño no uniforme pero aproximado al de una hostia de consagrar; número de “hojas” variable y unidas por hilos metálicos), que luego vinieron a denominarse impropiamente “libros plúmbeos”, pues ni la forma y tamaño ni la disposición de las láminas los asemejaban a un libro convencional. Hay que sumar unas láminas alargadas explicativas de los contenidos de los libros. No reproduciré la relación de los Libros Plúmbeos.Los libros aparecían junto a los supuestos huesos de los mártires y a masas que exhalaban un dulce olor..., reliquias divinales... Los hallazgos conmocionaron a la ciudad de Granada, satisfaciendo con demasía todas las expectativas:
Providencial era la ocasión para llenar el largo vacío eclesial causado por los ocho siglos de dominio musulmán, que aún se dejaba sentir [...] El descubrimiento de unos mártires discípulos de Santiago el mayor, el patrón de las Españas, era la mejor forma de puentear el Islam, supliendo el gran vacío que supuso su religión y su cultura, y redescubrir sus orígenes cristianos vinculados nada más y nada menos que a los mismos apóstoles.
La lámina alusiva a San Cecilio, el primer obispo de la Granada antigua, de Ilíberis, mártir de la Iglesia de Cristo, silenciado durante quince siglos, fue la que desató el mayor entusiasmo. Cerraba magistralmente el círculo, era la confirmación de las tradiciones medievales, hasta entonces “ciertas” pero indemostrables. Se instaura inmediatamente su festividad, que pasa al primero de febrero, fecha de su martirio según la lámina. El entusiasmo popular se desborda en la capital, cunde fuera de Granada, como reguero de pólvora inunda España. Santiago de Compostela se inflama de orgullo, corroborada su legitimidad. La colina de Valparaíso, ya Monte Santo, se puebla de cruces; se siguen procesiones sobre todo de mujeres; inmediatamente, las órdenes religiosas, las parroquias, las cofradías, las congregaciones se vuelcan en manifestaciones de incontenible sentimiento. Los milagros completan un cuadro que dispara los fervores: la dulce fragancia que despiden los restos, las visiones de luces celestes y de resplandores sobre las cavernas de la colina de Valparaíso, las procesiones de espíritus que contempla el propio Castro y otros prodigios, como la erradicación de la peste en Sevilla, en el año 1599, por el influjo milagroso de los hallazgos. Paralelamente, el arzobispo Castro había tornado su prudencia inicial en creencia ciega. Todo cuanto encontró lo recibió como una gracia especial del Cielo. Cumplió no obstante con sus obligaciones de conciencia, consultando con hombres doctos, a los que pidió sus pareceres. Hubo de todo, desde los más exaltados defensores, hasta los que desde el comienzo condenaron los hallazgos como burdos fraudes, denunciados no sólo por su factura formal, sino, sobre todo, por las circunstancias históricas y los contenidos doctrinales que encerraban, incapaces de soportar una mínima mirada crítica. Entre los más decididos impugnadores, el obispo de Segorbe, Juan Bautista Pérez, y el licenciado Gonzalo Valcárcel, que presentó sus alegatos ante el Consejo de Castilla. El padre Mariana llamó a la cautela. El jesuita morisco Ignacio de las Casas, defensor al principio, se alineó entre los acérrimos contradictores, llegando a granjearse la enemistad personal del prelado granadino, pues lejos de limitar su acción a los dictámenes, puso toda su influencia ante los superiores de su orden para que influyeran en la Santa Sede. Entre los defensores, los doctores Pedro Guerra de Lorca, Francisco de Terrones y Gregorio López Madera, el notorio falsario jesuita Jerónimo Román de la Higuera, Justino Antolínez de Burgos y una larga nómina que irá creciendo a lo largo del proceso. Pero lo que verdaderamente contó fue la voluntad del arzobispo Castro, su tesón al servicio de una credulidad que se torna en militancia. Roma le sirvió las armas que demandaban sus afanes dejándole la iniciativa en la calificación de las reliquias, según norma tridentina, aunque se reservaba el apartado de los libros hasta que vencida su dificultad todo estuviese convenientemente establecido. Era la romana una negativa en toda regla a autentificar unos libros que en círculos eclesiásticos cualificados eran tachados de torpes falsificaciones. En los cenáculos más informados las sospechas recaían en los moriscos Miguel de Luna y Alonso del Castillo, e incluso se hacían cábalas sobre sostenedores más encumbrados. Pese a la reiteración por la Santa Sede en separar libros y reliquias (documentos de 15 de enero de 1596; de 1 de septiembre de 1597; de 1 de julio de 1598), que cualquier receptor medianamente objetivo habría interpretado como condena “indirecta y oficiosa” de las mismas, dada la estrecha imbricación de ambos, se llegó a la reunión de la Junta de Calificación: una cincuentena de expertos eclesiásticos, de toda dignidad y especialidad, con Castro y obispos sufragáneos a la cabeza, declararon las reliquias auténticas y dignas de veneración. El 30 de abril de 1600, el arzobispo Castro publicaba el decreto:
...En consecuencia de lo cual, declaramos las dichas Reliquias deben ser recibidas, honradas y veneradas, y adoradas con culto divino, como reliquias verdaderas de nuestra Señora, y de los dichos mártires que reinan con Dios nuestro Señor... Y así mismo declaramos el mismo lu30 manuel barrios aguilera gar y monte de Valparaíso, en las cavernas del cual padecieron martirio todos los dichos santos, ser lugar santo y sagrado y deber ser honrado y venerado, como las dichas láminas lo mandan en memoria de los santos que padecieron martirio en él, y tener las prerrogativas que da el derecho a tales lugares sagrados, que mandamos que en todo se les guarde...