En realidad el españolito medio hereda una dolencia que nació al mundo en brazos de las gestas de ficción liberadora, porque nunca nos parecimos tanto los moros y los cristianos sino en ese batallar constante, donde hallamos “la verdad” moral, religiosa, cultural, económica y emancipadora. Nada más moro que eso -ni nada más cristiano-. Así que el no saber lo que se es, sino por oposición, es la marca de la casa.
Cuando en 1609 cerramos capítulo sajándonos la parte mitad de nosotros mismos, contrarios a toda comunión, ciegos a la realidad más evidente, nos produjimos el peor mal que podíamos infligirnos: la disgregación orgánica, el soterramiento o la deportación de una parte esencial. Clavado para siempre quedó en el obscuro inconsciente colectivo -siguiendo a Jung- esa presencia-hito, ahora como un déficit, una carencia, una ansiedad sin juntura. La pasión morisca que nos invadió después -idealizadora en la distancia- hizo del pasado leyenda y folklorismo.
Sea Granada paradigma del “vivo sin vivir en mí”: desmantelamiento secular de todo vestigio identitario... para finalmente asumir que ha sido imposible vencer a la historia, y que aquí no hay otra que vivir del pasado, y su memoria. Peor condena no tuvo Prometeo.
San Cecilio Ibn Al-Radi Al-Arabí parece que quiso ser lugar de encuentro, sincretismo y espacio de paz, sin resultados. No, al menos, en la dirección esperada, sino exactamente en la contraria. Pero para esto está el teatro: para poder mirar atrás sin “ira”, buscando una sonrisa salvadora y curativa.
He aquí la historia ilustrada de 12 santos sacromontanos, las vicisitudes de quienes los inventaron y plasmaron en los “libros plúmbeos”, y las consecuencias que trajo -para siempre- a la historia y el presente de Granada, en clave juglaresca y alquimista, que la palabra de juglar fue curativa.