Nuestras referencias sobre la juglaría son evidentemente literarias, para este mundo en que nos tocó vivir, osea, Europa del 2000 y pico. La verdad es que yo anduve fuera de tiesto identitario hasta que supe de la existencia, gracias a Juan Goytisolo, de la plaza de la Jemáa. Porque allí el tiempo transcurre de otra forma, y te impregna aunque no lo quieras. De cualquier forma puedes asistir al ritual de la vieja palabra, de la antigua oralidad echa carne, voz, canto y melodía. Lo que se cuenta tiene sabor de tierra y luz sin conciencia de historia ni de leyenda, porque a nadie le importa, excepto a los especialistas. Y no me refiero en exclusiva al halaiquí. todo ese otro mosaico humano que les acompaña da completo sentido a lo que digo. Y ahí, tan cerca, lo que andaba buscando en no sé qué remotos textos de arquetípicos héroes de la poesía oral, de pronto lo tenía delante de mis ojos, para el placer de mis oídos. Y me hallé de pronto con encontradas sensaciones: por una lado, el maravilloso efecto del descubrimiento; por otro, la absurda sensación de nosotros europeos que andamos con nuestros corsés probando aquí y allá, para general confirmación de nuestro nihilismo y descreencia. Cómo era posible esta descompensación cultural? Nuestro maravillosos textos que tanto nos han deformado, no daban referencia alguna sobre esta laguna enorme. Nuestros eruditos, quizá impregnados de demasiada ilustración -rechazo a lo popular- no habían tenido conocimiento de algo tan singular: disquisiciones sobre el oficio de juglares en Europa, dibujaban remotos personajes cargados de enormes responsabilidades nacionales -como portadores de lengua, identidad y cultura- que inmediatamente subían a los altares inaccesibles al común de los mortales -ya sabemos que quien hace crónica pretende siempre lo sagrado... y es que hay que comer todos los días.- en fin, que todo lo que huele a antiguo ya se sabe. La cuestión es que la existencia de la Jemáa pone en entredicho tanta literatura. Y me alegro. Porque las cosas son más sencillas. Y por ende, más deslumbrantes. Porque comprendes que formamos parte del mismo tejido. De un golpe se derrumban fronteras y estereotipos. Nada más familiar para mí que asistir al ritual de la Palabra. Nada extraño, nada lejano, absolutamente comprensible... y por ello más impactante.
2. CÓMO ENTENDER EL OFICIO
Ésta es la pregunta. Yo estuve dado de alta -hacienda- un tiempo como recitador (no había manera de hacerlo como romancero ni juglar). Me identificaba con el personaje popular del romancero, puesto que esa era la materia de mi oficio. Comprendo que estaba como algo fuera de lugar, porque ¿quién avalaba una actividad tan peregrina en los tiempos en que comencé? La memoria y el público, y no las nuevas tendencias artísticas. Cuando llegaron los storyteller, o sea, los cuentacuentos, yo estaba en plena efervescencia titiritesca, representando cuentos para todos los públicos con el entramado escénico ad hoc, nada desdeñable . El simple hecho de contar de alguien sentado en una silla me pareció una cosa más escolar que profesional, aunque comprendo que en el ambiente infantil la propuesta enraizara rápidamente. Hoy parece que las fronteras se han diluido, de tal forma que podrías identificar como juglar a nuestro clásico intérprete de poesía oral y a un narrador oral. Pero me resisto a realizar tal ejercico de sincretismo, porque la poesía posee otras claves, a pesar de que una representación habitual de narración pueda llegar a ser muy lírica. Es por ello que voy a exponer algunas reflexiones sobre un oficio de tan difícil configuración. Yo he asistido a sesiones de cuentos donde la imaginación y la fantasía disfrutaban de un lugar preferencial. Más cerca del ambiente educativo que del gran espectáculo para todas las edades, poseía las claves de la palabra embaucadora capaz de trasladar al público a espacios mágicos no exentos de poesía. Pero la tendencia ha ido llevando a lugar preponderante la comicidad por encima de cualquier otra tentación cuentística. Yo sé por experiencia, que cualquiera de los que nos dedicamos a la poesía oral sufrimos el impacto de estas nuevas tendencias escénicas, que han impuesto modelos y modas con sus claves de espectáculo unipersonal. Exceptuando mis queridos colegas y algunas excepcionales propuestas recitativas, apenas oigo de la existencia de representaciones poéticas en escenarios tradicionales. Este fenómeno, explicable dentro de las tendencias sociales contemporáneas, produce un efecto nada desdeñable en el ámbito de lo propiamente juglaresco y de las artes escénicas en general. Porque se suele denominar como tal desde un cómico a un animador como a un narrador oral o cuentacuentos, muchas veces puro reproductor de textos literarios, que no se avienen muy bien con las exigencias de la oralidad escénica. O sea, nos hallamos ante un estilo representativo de muy diversos matices y tendencias. Y tendemos a encuadrar como juglar a todo artista capaz de subirse en solitario a un escenario, no importa lo que nos proponga. Así es que, dada la confusión de partida, la facilidad con que asignamos roles, la absoluta ligereza para reinventarnos la historia, no estaría demás dejar que el reposo llevara un poco de luz a este territorio revuelto.
El legado oral de los pueblos ha tenido siempre dos vertientes: la poética y la narrativa. Hoy parece indudable que la vertiente poética ha tenido su más fiel emisario en el poeta especializado, tanto en occidente como en las culturas orientales. A pesar de que el caldo de cultivo ha sido siempre un medio abigarrado hecho de experiencias compartidas en todos los ámbitos de la vida de la colectividad, el portador de esa voz popular poética ha recaido en él. Un poeta fundamentalmente oral, suficientemente experto como para recrear, reinventar e improvisar. El pueblo participaba de esa recreación, especialmente como desencadenante del proceso creador. La decisión última de lanzarse a los caminos era exclusiva del cantor. Un oficio, en definitiva, que devendría en la surgencia del aedo, del juglar, del halaiquí, del romancero, del intérprete y recreador de epopeyas, gestas, cantares, etc. Que el oficio condujera a un gremio estaba a la vuelta de la esquina. Que el papel de recreador se perdiera y diera lugar al puro intérprete, también. Pero era un oficio desarrollado por artistas que formaron una clase singular. Todo este proceso no se desarrolla por igual en el caso del legado narrativo, mucho más dependiente de la comunidad establecida, donde, a pesar de exisitir igualmente un intérprete más singularizado, su papel no es tanto el de recreador como el de guardían de la tradición y la sabiduría secular heredada. No posee, como intérprete, el valor añadido de emisario cultural, de portador de elementos que enriquecieron tanto la lengua como los estilos. O sea, que frente a los factores conservadores y de salvaguarda de la tradición que posee en narrador secular, el poeta itinerante es ante todo un innovador y un recreador, asimila valores, tendencias y conceptos que luego reelabora, recrea y difunde. Bajo este prisma general observamos que esas diferencias suponen estilos y funciones distintas.
Dado que vivimos un mundo abigarrado de estilos, oficios y tendencias, sería muy ambicioso por mi parte querer asimilar contenidos actuales a modelos tradicionales. Pero si empleamos el nombre de juglar para todos estos interpretes y artistas, algo nos dice o que el juglar es cualquier cosa o que no se sabe lo que eso significa realmente.