Y una declaración de razones... e intenciones.
La conmemoración del bicentenario de José Zorrilla nos brinda la oportunidad de acercarnos al mito donjuanesco, ahora desde unanueva perspectiva donde la
dominación del macho arrollador ha entrado en obligada y necesaria crisis, por ahora de ideas, que las realidades van más despacio...
Don Juan, como el Fausto, pertenece a una imperiosa necesidad de superación de la realidad, como proyecto de divinización de masculinidad triunfante que simboliza poder, orgullo, vanidad y transgresión. Divinidad autárquica, absolutista, inexpugnable.
Característica clave es su incapacidad de amar. Y como inevitable, su capacidad destructiva: rasgos que definen un prototipo genérico de hombre de éxito.
Lo ajeno, lo “otro”, existe para él en la medida de su utilidad.
Las mujeres son trajes que ponerse, trofeos que obtener. A su entender poseen la sempiterna incapacidad y debilidad mental. Son solo cuerpos, sexo de usar y olvidar. Aunque su vanidad necesita ser perseguido, adorado y lamentado.
Sin arrogancia, sin soberbia ni insolencia no hay Don Juan. Orgullo fácil de herir, frágil, extremadamente sensible a cualquier alteración ambiental. Su extracción aristocrática parece confirmarlo: a todos esos calificativos habría que sumar su secular ignorancia y su desdén por toda clase de sabidurías.
Si el mito encarnado no habitase el corazón y el imaginario colectivo, asumiéndose como intención y fuerza de vida, haría tiempo que sería tan solo un poético mito. Y es que al fin, existe la comprensión social si no la admiración general ante toda clase de “calaveras” que hacen cierta aquella frase “genio y figura...”